Autor: José Gotés Cano*
Llevaba un rato sintiendo cosquillas en el pecho, eran tan leves que al principio me rascaba como si sólo tuviera comezón, pero fueron creciendo al punto que la ropa me empezó a desesperar. Todo lo que traía encima me pesaba, no aguantaba los lentes ni la pulsera de tela. Tenía el pecho dormido y las manos heladas, echas puño debajo de mis axilas. Quería calentarlas, pero luego ya no las pude mover, mis brazos estaban petrificados en esa posición. Estaba respirando rapidísimo, mi corazón latía fuerte, lo escuchaba en mis oídos como un tambor. No podía seguir parado, así que me senté en el piso y empecé a llorar. El único pensamiento en mi mente era que me iba a morir. Tenía la seguridad de que mi corazón explotaría y ese era el fin.
Después de un rato de llorar pude mover los brazos otra vez, dejé de temblar y volví a respirar profundo. Tenía 14 años y acababa de vivir mi primer ataque de pánico, una situación terriblemente inconveniente.
Años atrás, me habían dicho que en la adolescencia experimentaría muchos cambios, que mi cuerpo crecería y que, a veces, mis emociones serían incómodas. Pero no tenía idea que las emociones me podían atacar como una pared de concreto y revolcarme como tormenta en mar abierto.
Tampoco sabía que lo que me acababa de pasar no era “normal” y que seguían varios años de análisis, diagnósticos y terapia para entender mi cuadro de ansiedad.
Resulta que los ataques de pánico son altamente comunes entre la población urbana mundial, al grado que casi todos los humanos los experimentamos por lo menos una vez en la vida. Una muy breve encuesta realizada entre mis contactos de Facebook arrojó que, de 46 personas, 35 han presentado alguna vez un ataque así, eso es el 76%. De hecho, el 41% han padecido más de cinco eventos de estos en su vida.
Sí, en redes sociales me llevo con personas similares a mi y esto no es ningún estudio exhaustivo, sin embargo parece que como con la gingivitis, un ataque de pánico no es nada exótico.
La vida es estresante, muchas cosas salen de nuestro control y hay situaciones en las que nos sentimos vulnerables o atacados. Pero sentir que mi vida peligraba estando en mi cuarto de clase media en el desierto Torreonense era síntoma de algo diferente al estrés de la vida de preparatoriano.
Ahora veo los ataques de pánico como un corto circuito entre una parte de mi cerebro que siente que una jauría de lobos está a punto de comerme y otra que me dice “dude, no está pasando nada”. Pero, para mayor claridad, vámonos con los expertos.
La clínica Mayo define un ataque de pánico como “un súbito episodio de miedo intenso que detona reacciones físicas severas cuando no hay un peligro real o causa aparente. Los ataques de pánico pueden ser muy aterradores, cuando ocurren puedes pensar que estás perdiendo el control, padeciendo un infarto o incluso muriendo”.
Al tener un ataque de pánico pienso y siento muchas cosas, pero algo que me ayudó a aprender a manejarlos fue conocer lo que estaba pasando en mi cuerpo. Esto se llama fisiología, la parte de la biología que estudia los órganos de los seres vivos y su funcionamiento.
Todo empieza en el reino de la amígdala, un cúmulo de neuronas en la base de nuestro cerebro que se encarga de las reacciones emocionales. Normalmente, esta estructura regula como actuamos ante el estrés, en coordinación con el hipotálamo, otra zona del cerebro que se encarga de la activación del sistema nervioso autónomo, o sea el que nosotros no controlamos.
La amígdala es mega importante ya que puede desencadenar reacciones de alerta o huida milisegundos antes de que nos hagamos conscientes de que tenemos que resguardarnos. En ocasiones de peligro, como un choque, estos milisegundos nos pueden salvar la vida.
En un ataque de pánico, la amígdala está en modo diva y si ella decide que hay un problema, entonces ¡HAY UN PROBLEMA!
Su señal activa regiones en nuestro cerebro que coordinan nuestra respuesta al dolor y a defendernos como si estuviéramos bajo ataque. Tal vez no hay una crisis externa, o lo que está pasando no es tan grave, pero en nuestro cerebro hay caos.
Esto me ayudó mucho a comprenderme, yo no decido tener un ataque de pánico. Mi sistema nervioso autónomo se dispara y es él el que está exagerando las cosas, no yo. Tener un ataque de pánico no es una decisión consciente.
El resultado de ese tumulto de señales de alerta es la liberación de adrenalina desde mis neuronas y unas glándulas encontradas arriba de mis riñones. La adrenalina, también llamada epinefrina, es una hormona muy poderosa que actúa en casi todos nuestros tejidos.
Una vez que es liberada al torrente sanguíneo aumenta nuestra la frecuencia cardiaca, expande nuestras vías respiratorias para que entre más aire, dilata nuestras pupilas para que entre más luz a nuestros ojos, pone en pausa nuestro sistema digestivo evitando la necesidad de ir al baño y tensa nuestros músculos preparándolos para huir o pelear. Por estos y otros diversos efectos, la adrenalina es muy útil, sin embargo regresando a mi tranquilo cuarto en Torreón, no era tan necesaria.
Un ataque de pánico es una respuesta de todo el organismo, todos nuestros sistemas la sienten y cada quien lo experimenta de diferentes maneras. En mi caso, sentía mucho frío, los músculos de los brazos se me tensaban tanto que no los podía mover y me mareaba por hiperventilar. Otras personas experimentan calambres, diarrea, boca seca, dolor de cabeza y/o bochornos.
Aparte de la amígdala, la señal de pánico puede proceder de otros lugares. Resulta que las personas que padecemos ansiedad presentamos más ondas cerebrales beta. Las ondas cerebrales son un reflejo de la actividad de nuestro sistema nervioso autónomo, y se ha observado una relación entre ondas beta medias y un incremento en energía y ansiedad generalizada.
Un ataque de pánico también puede estar ligado al consumo de ciertos medicamentos, drogas ilegales o alimentos. Durante el tiempo que estuve en tratamiento tuve que dejar el café y el chocolate amargo por que son muy estimulantes.
Gracias a terapia y conocerme cada vez mejor, el café y yo hemos vuelto a ser felices amantes, mis niveles de ansiedad han bajado considerablemente, no tengo que tomar medicamentos, tengo herramientas propias para lidiar con un ataque de pánico y hace años que no me da uno. También he aprendido a procurar mi tranquilidad, dormir lo suficiente y pedir ayuda.
El origen de mi ansiedad es multifactorial, desde genético hasta amoroso, a decir la verdad no sé exactamente por que me empezaron a dar ni sé si volveré a padecer alguno, lo que sí sé es que la solución tiene que ser integral y que hoy me puedo ocupar de mí.
Los mismos contactos que contestaron mi encuesta de redes sociales también me compartieron de qué manera han lidiado con sus ataques y hay respuestas de todo tipo, la mayoría involucra terapia, pero también yoga, caminar, meditación, apoyo familiar, hospitalización, medicamentos y aire fresco.
Si a ti te ha pasado algo así, siempre hay ayuda disponible. No trates de hacer como si el problema fuera una ligera inconveniencia, por que es real y tiene solución. No te voy a decir que es muy sencillo por que a mi me ha tomado más de 10 años llegar a este punto, con una combinación de psicología, psiquiatría y grupos de autoayuda. Lo que si te diré es que la vida es muy buena y vale la pena esforzarse para vivir bien. Pide ayuda.
* El artículo original se publicó en SinBata.mx y lo reproducimos con autorización de su autor
José Gotés Cano es un biólogo inquieto y desvelado que dejó el laboratorio y las expediciones para escribir de ciencia, Buffy la cazavampiros y sus recetas favoritas.